El niño Dios siempre fue generoso conmigo, entendí desde muy niña que a Dios no le importaba mucho nuestro buen o mal comportamiento siempre y cuando nuestras acciones no fueran con “premeditación y alevosía” encaminadas a dañar a algún otro ser de la naturaleza. Comprendí entonces que a las almas infantiles todo les es permitido, de ahí, que en diciembre ni siquiera había de confesar nuestros pecadillos para poder acceder a las solicitudes navideñas. Con mi hermanita concertábamos lo que serian nuestras peticiones, yo le vendía a ella la idea de lo que requeríamos y a partir de ese momento dejaban de ser “mis” necesidades para convertirse en “nuestras”, es increíble recordar ¡cómo era de fácil! en aquel entonces estar de acuerdo las dos, en todo.
Ella, jugaba mis juegos, cantaba mis canciones, compartía mis amigos, hasta llegué a pensar que soñaba mis mismos sueños, no sé por qué nos empeñamos en *hacernos grandes* si el mejor estado de la vida es la dulce e inocente niñez.
Mi hermano Jaime, (el cazador) desplegando desde siempre sus habilidades “ingenieriles”, nos hacia un gran pesebre en la sala lleno de casitas con luces, de pastores con muchas, muchas ovejas de todos los tamaños y materiales, caminitos empedrados, lagunas hechas con espejos abarrotadas de patos, pollos y gallinas de todos los colores. El material del papel con el que armaba el Belén, facilitaba el proceso de montar una serie de estructuras rocosas adornadas con musgos, líquenes y todas estas maticas que por aquellos tiempos aun no era prohibida su utilización; en las muy escarpadas rocas se lucían unas cabras locas y algunos renos blancos ya deslucidos algunos de ellos con los cuernos partidos por el fragor del tiempo e imaginaba yo, que también por sus innumerables batallas en defensa de su manada. Muy cerca al ingeniero nuestros ojitos y manos ávidas por ayudar, presenciábamos las habilidades de nuestro hermano; de tanto en tanto ayudábamos a parar a Gaspar, que siempre se empeñaba en caer a un lado del camello dando un muy mal aspecto al sobrio momento.
Terminada la labor, seguíamos con el árbol, era plateado (de moda por esos días) lo cargábamos de bolas de colores y luces. No se usaban moños ni nada parecido a los adornos actuales, simplemente bolas como cascara de huevo que cuando caían, mágicamente convertían el suelo en un cielo escarchado y matizado de rojo, azul y plateado, quizá ese espectáculo me gustaba más que verlas adornando el árbol.
Al acercarme al pesebre y ver al niño Dios acostado en su cunita de musgo, abrigado por el calor de las luces, con la mirada dulce de María no podía más que pensar en lo feliz que sería el niño en ese hogar que al igual que yo, tenía amor, abrigo y esa mirada siempre protectora de su madre. ¿Para qué más? Amor me sobraba, pero para completar mi dicha un triciclo no estaría de más. Así que ansiosamente, al pie del pesebre cada noche en familia rezábamos la novena y con una mirada cómplice con mi hermana le pedíamos al niño dios desde el fondo de nuestro corazón un triciclo para que nuestra felicidad sea total.
Los cantos cerraban la novena, y no podía faltar el villancico aquel llamado "A la nanita nana…" a mi papá le encantaba hacerme entonar en un solo, una estrofa que ningún otro hermano se sabía, y si la sabían, igual callaban. Yo cantaba para mi papá … “manojito de rosas y de alelíes, que es lo que estas soñando que te sonríes…” recuerdo entonces el calor de la mirada de la Virgen María posada en los ojos de mi papa y estos sobre mí, para entonces ya no había triciclo que llenara mas mi corazón que aquella mirada llena de amor y ternura que llegaba a todos los rincones de mi ser convirtiéndome en la más grande frente a todos mis hermanos. ¡ Qué ironía! y aun se empeñaban en decirme pequeña.