Piedra Laja- Genoy Nariño

sábado, 24 de abril de 2010

CAMINAR Y CAMINAR...


[foto-renixco]

Por lo general, los domingos salíamos de paseo con toda la familia, no había necesidad de fincas, ni sitios de recreo…teníamos toda la naturaleza a nuestra disposición, de preferencia, buscábamos un sitio con verdes prados y un riachuelo que por aquellos días abundaban.
Con el machismo que imperaba en casa, (aún cuando las mujeres éramos mayoría), desde el día anterior, mi mamá y mis hermanas preparaban lo que sería la merienda del paseo. Desde muy temprano en la mañana, se sentía ya el calor de la cocina con los aromas de un delicioso sancochito de gallina y sus demás complementos. En un canasto grande, se extendía un mantel de cuadros rojo con blanco el cual serviría para tender en el potrero elegido; en el fondo del canasto, las ollas, (amarradas la tapa con un cordel) una panera gigante llena de arroz, las infaltables papas, un gran frasco de ají con maní, bocadillo veleño con queso, y aparte una canasta de gaseosas la que mis hermanos, (eso sí lo hacían los hombres) cargarían y ubicarían en algún lugar del rio para que se mantengan frías y frescas a la hora de tomar; platos, vasos y cubiertos sellaban el avío. Entre tanto se organizaban las viandas, mi papá y las menores ya estábamos listos para la travesía, no sin antes empacarnos media pastilla de “mareol” a cada una para no arruinar la diversión en el camino.

[fotos archivo renixco]

Teníamos un carro Willys blanco, nuestro compañero de viaje y un miembro más de la familia, su nombre era “El Chuncho”, era un carro por demás generoso, pues permitía que alcanzáramos absolutamente todos sin dar qué hacer. El camino lo acompañábamos con canciones y juegos liderados: unos por mi mami otros por su hermano…”la mar estaba serena…serena estaba la mar”….”yo tenía una mula rusia en la ciudad de Guayaquil…”, “Yo te daré, te daré una cosa te daré niña hermosa, una cosa que yo solo sé. Café”, cantos como éstos, (los que hacíamos con todas las vocales) de nunca olvidar, nos llevaban por caminos polvorientos de nuestra región, haciendo más corto y amable nuestro peregrinaje.


Uno de los sitios que preferíamos era un lugar llamado Pilcuan, nombre dado según cuentan los mitos, en honor a un guerrero valiente que defendió al pueblo de un gran mounstro que amenazaba con acabar con la gente de la zona. Ubicado entre Pasto e Ipiales de un clima moderadamente cálido y sobretodo acogedor.


[fotos archivo renixco]

Una vez elegido el sitio ideal, todos salíamos, y en grupos, cada cual a una labor, mi hermana menor y yo, nos metíamos en el rio y jugábamos con barro y piedras; mi papá se recostaba en algún tronco o a la sombra de un gran árbol de guayabas que al tiempo de darnos cobijo, nos proveía del exquisito fruto; mis hermanos y hermanas se reunían y si hay algo que recuerdo mucho, es que por lo general siempre estaban riendo, grandes carcajadas coreaban su cuchicheo, cuchicheo que mi papá aborrecía (supongo que por no poder participar de él) y vicio al que jamás pudo vencer, pese a sus incontables regaños y miradas furtivas de mi mami para que no le diésemos un disgusto al autor de nuestros días.


[foto archivo renixco]

Después del almuerzo y una vez dispuesto todo nuevamente en el canasto, salíamos a caminar. Siempre me parecieron grandes…grandes caminatas, en el andar, nos contaban historias de su pasado, de su dura niñez, quizá para hacernos entender cuán amable era el universo por dotarnos de una gran familia y de tanta comodidad, pero para mí, en mi mente, aun con la irreflexión de la niñez, en lugar de crear conciencia de esos momentos, lo único que atinaba a pensar era en un lugar cómodo donde sentarme y tomarme una gaseosa pues ya estaba bueno de caminar.

Ahora mirando hacia ese pasado me doy cuenta el por qué me gustan tanto las grandes caminatas, el por qué me encantan los paseos frente a la naturaleza, el por qué me arrulla y me roba el alma el sonido del agua al chocar contra las rocas, el por qué extraño tanto compartir con mis hermanos y reír de nuevo como entonces, el por qué añoro tanto las historias de mi padre tomados de la mano por esos polvorientos caminos que nos vieron crecer, reír, jugar y soñar.

sábado, 17 de abril de 2010

VACACIONES DE ENSUEÑO

Cuando llegaba la temporada de vacaciones del colegio, en los meses de julio y agosto, nuestros padres planificaban cuál sería nuestro destino. Algunas temporadas las pasábamos con mis primos, en su finca, hacia el norte de nuestra región (exquisitas vacaciones que luego les narraré) y otras veces donde el resto de la parentela, en un municipio ubicado al occidente del departamento de Nariño llamado Consacá, para que se hagan una idea, el ensoñador lugar, se extiende desde las faldas de nuestro bien-amado volcán Galeras hasta el cañón del rio Güáitara a unos cincuenta kilómetros de la ciudad que me vio nacer, Pasto.



[Vista de Consaca - Foto renixco-]

Por entonces, la única manera de acceder a tan bellos y naturales parajes era un transporte por demás sui-generis llamado chiva, el que servía de “exportación e importación” a toda clase de artículos y personas; no había posibilidades de palcos para las “gentes de bien”, todos formábamos parte de la misma carga, con suerte, podíamos encontrar asientos tapizados con lona roja y acolchados con una incipiente espuma de un centímetro, tachonados en sus bordes con “chinches” (de esos ganchos de cabeza dorada que se usan en tapicería), otros pasajeros en cambio, compartían sus sentaderas con los bultos de papa y yuca que se llevaba desde o hacia el mercado, abrazando ya su cerdo, ya su oveja, ya su gallina o en el mejor de los casos su mascota perruna cuya raza era imposible de descifrar dada la libertad “sexual” con la que cuentan estos fieles compañeritos en el campo.



[Iglesia de Consacá]

Había que madrugar a las cuatro de la mañana para alcanzar el carro que nos llevaría de paseo. Una vez llegados al pueblo, un tío de mi mami, mandaba caballos hasta la plaza donde descargaba la chiva y de ahí en adelante los mansos jamelgos conocedores de la ruta hacia la vereda, muy despacio y calmadamente nos llevaban en sus cansados lomos hasta Paltapamba, una hermosa vereda confeccionada a base de grandes plantaciones de café, plátano y cuanto producto engendre la tierra caliente. Una casa campesina nos esperaba con la calidez de una tulpa humeante en una cocina inmensa y oscura, sentada a un lado, la amable mujer del que llamábamos a boca llena, el Tío Julio, desgranando unos choclos para hacernos la “poliadiata”. No acabábamos de descargar nuestro menaje, cuando a nuestro encuentro salía el resto de la familia incluido los infaltables perros de las mismas razas desconocidas de la que fueran nuestros acompañantes en el viaje.


Los días pasaban muy a prisa en el campo, el tío empezaba su jornada y partía muy temprano en la mañana. En tanto que mis dos hermanas mayores bajaban al pueblo a encontrarse con los amigos, mi hermana menor y yo alistábamos nuestros trajes para bañarnos con una manguera que proporcionaba agua al beneficiadero. Según decían, venia del “mismísimo” volcán, debió ser de alguna montaña cercana porque en realidad se podía ver y sentir su frescura y pureza (era muy clara y helada) pero para nosotros como veraneantes era algo único y excepcional, pasábamos el día jugando entre los cafetales, quitándole el tiempo al buen mayordomo, quien en noches estrelladas acompañadas de un montón de luciérnagas nos deleitaba con melodiosas canciones extraídas de un instrumento nunca antes visto: una peineta y una hojita. No podían faltar las historias de miedo de las que nunca fui amiga, pero había que mostrar fuerzas de flaqueza y madurez para escucharlas, total y por fortuna todas dormiríamos juntas para acompañar nuestros temores.


[Casa del tio Julio Paltapamba]


A la mañana siguiente teníamos que ir al pueblo para recoger la encomienda que mi mami nos enviaba: obsequios para los tíos y muchas golosinas para la semana. Todo lo compartíamos, pero había algo que escondíamos de manera celosa y egoísta; eran los “masmelos” que guardábamos para llevarlos luego a un descampado oculto a los ojos de los demás visitantes, en complicidad con una de mis hermanas mayores, prendíamos una fogata con hierba seca y algunas ramas y en unos palitos de los mismos arboles que nos servía de escondite y refugio, hacíamos deliciosos malvaviscos solo para las tres, era nuestro gran secreto, nuestro gran, dulce y “empachador” secreto. Después de tal banquete, subíamos nuevamente a la casa, como si nada hubiese pasado por nuestras bocas.


[Fotos -renixco-]

Son muchas las vivencias de esas bellas vacaciones que me alargaría en contar, por lo pronto, los dejo con el olor a campo, a tierra húmeda, a estrellas; con el calor de sus sembrados y de la gente buena; con el sabor de un café recién tostado y con la imagen de una casa de tejas semejante a las que dibujábamos de niños, adornada por una estela de humo que indicaba que entre sus paredes había un hogar cálido esperando siempre por ti.

sábado, 10 de abril de 2010

¡CARRERA DE PUERCO!

CARRERA DE PUERCO!!

Pareciera ser que mis relatos fueran retomados de la fantasía y la imaginación; de alguna manera puedo decir que lo son, porque formaron parte de esa imaginación y de esa fantasía que viví en mi niñez. Paisajes, momentos, personajes, todos estos sucesos de la infancia coloreados por la memoria…todo se recuerda más luminoso…más grande… Mi papito acostumbraba a caminar muchísimo y nos guste o no, le acompañábamos en sus grandes caminatas, (es curioso entender cómo podía disgustarnos algo tan lindo como eso), de un lado tomaba la mano de mi mami, y del otro lado la de mi hermana mayor, con quienes ya se podía entablar conversaciones de grandes, porque ya eran señoras casadas, y atrás en la cola todo el resto del rondador. ¿Han visto los que venden paticos en la calle? Adelante van los papás y atrás en hilera los patitos, algo parecido era con nosotros, con la diferencia, que mi hermana menor y yo teníamos que ir adelante, donde nos pudieran mirar, no vaya a ser que en un descuido, los coleccionistas de tesoros se apoderen de nuestra niñez. Entre tanto mis hermanas y hermanos, atrás en un solo cuchicheo y carcajadas hacían gala de la independencia que les daba el poseer unos que otros años de mas. En el camino recogíamos toda clase de cosas, y las guardábamos en los bolsillos: piedritas, pedazos de vidrios de colores, hojas de diferentes plantas, y no faltaba el ramo de flores (le llamábamos flores de mote, no sé cuál sea su verdadero nombre) de esas que se crían en la hierba y son redondas como copitos de algodón; adornábamos el ramillete con algunas flores amarillas, también silvestres, que crecen en el filo de algunas aceras (diente de león), empuñando nuestro ramillete se lo ofrecíamos a mi mami y la pobre tenía que andar todo el camino con los ramos en la mano, y estar atenta porque nuestras miradas de tanto en tanto regresaban a verificar si tan honroso presente era debidamente custodiado; espantando los bichos habitantes de las flores, con una sonrisa, mi mami nos agradecía el hermoso obsequio. Otra de las cosas que siempre buscábamos al caminar, era un palito, que guarde cierta estética y dimensiones acordes a nuestras exigencias, dadas sus múltiples utilidades, éste nos serviría de bastón, de espada, de desarmador de hormigueros, de espanta-bichos… pero el uso principal del tal palito, era el de rascarle la panza a los puerquitos que encontrábamos en el camino. Ya les explico...


Por lo general, en el trayecto se encontraba amarrados en una estaca a nuestros amigos los cerdos, a mí, siempre me pareció que ellos eran unos animalitos felices, porque su expresión es de una constante sonrisa, por esa razón nunca les tuve miedo, mi papá nos enseño que con el mencionado palito les rascáramos la barriga y éstos por más grandes que fueran se quedaban quietos del gusto hasta que sus patas se empezaban a aflojar y caían echados de un lado, sin cambiar la expresión de satisfacción de sus rostros, lejos están los pobres de saberse invitados especiales a una buena chicharronada. No podía faltar entonces la anécdota correspondiente a este aprendizaje, un día de aquellos en los que repetíamos la labor con el palito, uno de ellos no estaba con tan buenas pulgas como los que conocimos en otras oportunidades, y al parecer no le causó ni cinco de gracia que le fuéramos a importunar rascándole nada, y enojado como estaba (con la misma sonrisa hipócrita de siempre) se soltó de la estaca y fue a por nosotros, mi hermana menor alcanzó a saltar a los brazos de mi mami, otra suerte tuvimos mi hermana mayor y yo, quienes tomadas de la mano echamos a correr presas del pánico pensando que la chicharronada para el puerco seríamos nosotros, todo el mundo trataba de atajar a la bestia embravecida, yo volteaba a ver para saber si tenía que detenerme o correr más a prisa, y veía como las orejas de animalejo, ondeaban en la carrera cual blonda cabellera al viento, no se por cuánto tiempo, ni qué distancia corrimos, recuerdo que fue mucho, hasta que alguien nos abrió una puerta y nos hizo entrar a la casa mientras afuera la gente gritaba y corría detrás del abusador, nuestras expresiones debieron ser de horror, porque con un vasito de agua nos calmaron, hasta que llegó mi papá para recuperar de nosotros lo que quedara, con una sonrisa burlesca, agradeció a quienes nos auxiliaron. Y regresamos a casa entre las risas y las burlas de mis hermanos, por miedosas y flojas. Sabe Dios cuántos años he tenido que soportar las bromas de mi familia a costa de mi “incontable sufrimiento”.

sábado, 3 de abril de 2010

!¡ A MERCAR !¡


Muchos de los eventos importantes en mi casa paterna y me atrevo a decir que en la mayoría de los hogares de entonces, ocurrieron alrededor de un buen plato de comida y en la mesa del comedor, de hecho los grandes sucesos de la historia se gestaron al calor de un gran cena acompañada con toda clase de bebidas y manjares. No estaba muy lejos mi familia de unirse a tales festejos, por aquellas épocas (como dice mi hija, al referirse a mi niñez y adolescencia), todo suceso era motivo de reunión familiar y obviamente un gran almuerzo. Aún cuando mi papá tenía a nuestro servicio dos empleadas internas en la casa, otra de fuera, dedicada al lavado de la ropa y una señora más, encargada de almidonar las camisas, era nuestro deber (al menos el de las mujeres) aprender a preparar toda clase de platillos; con una vanidad casi extravagante decía mi papá “mis hijas saben preparar desde una changua hasta un banquete”, y en efecto así era, desde las más pequeñas nos defendíamos en la cocina, empezando, porque eran mis hermanas mayores las que administraban el mercado.



Mi papito encargaba el dinero a una de ellas, quien escogía de entre todas las mujeres restantes a la que había de colaborarle en estas tareas. Las dos visitaban la plaza de mercado en busca de los mejores productos: ya abriéndose camino en medio de las hojas de un choclo para pellizcar un grano y saber si está tierno, ya buscando “papa parejita” huila roja, ya quebrando una yuca para saber si esta amarillita, o que el plátano verde no esté pintón… Fue de la mayor que aprendimos a regodear precios, a decirle - “pero hoy si amaneció brava”- a la señora enfundada en una ruana en su cintura cual coraza que protege su dinero, la gordura de sus años y su trabajo, cuando según nuestro saber y entender de la economía casera pensábamos que podíamos obtener mejores precios por los productos.


Aprendimos además a esquivar cajonazos y costalazos de los coteros a su grito de “ojo..ojo”, a probar fruticas sin preocuparnos de virus, bichos y demás animalejos, a comer mote en hoja; todos estos hechos no solo ayudaron a nuestra formación administrativa, sino también a obtener defensas personales y en el cuerpo. Después de esta ilustrativa clase, llegábamos a casa con una gran canasta de frutas y verduras y unos costales con el resto. Dejando la orden de organizar el mercado, salíamos a por la carne y el pollo que acompañarían el refrigerador durante la semana.

Este ritual era cada sábado y pasaba de generación en generación, mis hermanas se cuidaban de dejar uno que otro peso para el gasto de la semana, pan, leche, huevos y uno que otro gustico personal, hábiles administradoras eran, de tal suerte que nunca hicieron faltar nada, de ahí la confianza de mi papá, en dejar la casa a su cuidado. Una a una fuimos pasando, a medida que mis hermanas se casaban y se hacían cargo de sus propias familias. Para semana santa, que era una fecha especial en todo sentido, se mandaba a buscar unas buenas calabazas para la juanesca, se compraba en la plaza de manera especial lo que compondría este apetitoso potaje: ollocos, papa murita, choclos, habas, frijol y por supuesto maní; desde el día anterior se dejaba partiendo las calabazas y quitándoles las semillas, las que mi papá ordenaba se pongan a secar en la sala de estar para al otro día tostarlas, molerlas y preparar con ellas un exquisito ají. Desde muy temprano el jueves santo, se sentía en la cocina el movimiento de las ollas hirviendo con la calabaza, y nosotros a un ladito pelando las pepitas, una iba a la boca y otra para la paila de tostado. Acompañaba a este suculento plato, un pescado previamente aderezado y enharinado el que se freía al momento de servir con suficientes patacones.

El premio al comer todo, lo constituía el “postre” que constaba de una rodaja de papaya bañada por leche condensada, de reojo esperábamos a que mi papá se descuide para dejar el plato reluciente después de darle una buena mano de lengua a los restos del dulce que se resistían a la cucharita… Así en medio de la algarabía y risas de todos, disfrutábamos en nuestra mesa, de la bendición de tener una gran familia y un gran padre proveedor de bienes materiales, y amor….