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Por lo general, los domingos salíamos de paseo con toda la familia, no había necesidad de fincas, ni sitios de recreo…teníamos toda la naturaleza a nuestra disposición, de preferencia, buscábamos un sitio con verdes prados y un riachuelo que por aquellos días abundaban.
Con el machismo que imperaba en casa, (aún cuando las mujeres éramos mayoría), desde el día anterior, mi mamá y mis hermanas preparaban lo que sería la merienda del paseo. Desde muy temprano en la mañana, se sentía ya el calor de la cocina con los aromas de un delicioso sancochito de gallina y sus demás complementos. En un canasto grande, se extendía un mantel de cuadros rojo con blanco el cual serviría para tender en el potrero elegido; en el fondo del canasto, las ollas, (amarradas la tapa con un cordel) una panera gigante llena de arroz, las infaltables papas, un gran frasco de ají con maní, bocadillo veleño con queso, y aparte una canasta de gaseosas la que mis hermanos, (eso sí lo hacían los hombres) cargarían y ubicarían en algún lugar del rio para que se mantengan frías y frescas a la hora de tomar; platos, vasos y cubiertos sellaban el avío. Entre tanto se organizaban las viandas, mi papá y las menores ya estábamos listos para la travesía, no sin antes empacarnos media pastilla de “mareol” a cada una para no arruinar la diversión en el camino.
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Teníamos un carro Willys blanco, nuestro compañero de viaje y un miembro más de la familia, su nombre era “El Chuncho”, era un carro por demás generoso, pues permitía que alcanzáramos absolutamente todos sin dar qué hacer. El camino lo acompañábamos con canciones y juegos liderados: unos por mi mami otros por su hermano…”la mar estaba serena…serena estaba la mar”….”yo tenía una mula rusia en la ciudad de Guayaquil…”, “Yo te daré, te daré una cosa te daré niña hermosa, una cosa que yo solo sé. Café”, cantos como éstos, (los que hacíamos con todas las vocales) de nunca olvidar, nos llevaban por caminos polvorientos de nuestra región, haciendo más corto y amable nuestro peregrinaje.
Uno de los sitios que preferíamos era un lugar llamado Pilcuan, nombre dado según cuentan los mitos, en honor a un guerrero valiente que defendió al pueblo de un gran mounstro que amenazaba con acabar con la gente de la zona. Ubicado entre Pasto e Ipiales de un clima moderadamente cálido y sobretodo acogedor.

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Una vez elegido el sitio ideal, todos salíamos, y en grupos, cada cual a una labor, mi hermana menor y yo, nos metíamos en el rio y jugábamos con barro y piedras; mi papá se recostaba en algún tronco o a la sombra de un gran árbol de guayabas que al tiempo de darnos cobijo, nos proveía del exquisito fruto; mis hermanos y hermanas se reunían y si hay algo que recuerdo mucho, es que por lo general siempre estaban riendo, grandes carcajadas coreaban su cuchicheo, cuchicheo que mi papá aborrecía (supongo que por no poder participar de él) y vicio al que jamás pudo vencer, pese a sus incontables regaños y miradas furtivas de mi mami para que no le diésemos un disgusto al autor de nuestros días.

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Después del almuerzo y una vez dispuesto todo nuevamente en el canasto, salíamos a caminar. Siempre me parecieron grandes…grandes caminatas, en el andar, nos contaban historias de su pasado, de su dura niñez, quizá para hacernos entender cuán amable era el universo por dotarnos de una gran familia y de tanta comodidad, pero para mí, en mi mente, aun con la irreflexión de la niñez, en lugar de crear conciencia de esos momentos, lo único que atinaba a pensar era en un lugar cómodo donde sentarme y tomarme una gaseosa pues ya estaba bueno de caminar.
Ahora mirando hacia ese pasado me doy cuenta el por qué me gustan tanto las grandes caminatas, el por qué me encantan los paseos frente a la naturaleza, el por qué me arrulla y me roba el alma el sonido del agua al chocar contra las rocas, el por qué extraño tanto compartir con mis hermanos y reír de nuevo como entonces, el por qué añoro tanto las historias de mi padre tomados de la mano por esos polvorientos caminos que nos vieron crecer, reír, jugar y soñar.