Muchos de los eventos importantes en mi casa paterna y me atrevo a decir que en la mayoría de los hogares de entonces, ocurrieron alrededor de un buen plato de comida y en la mesa del comedor, de hecho los grandes sucesos de la historia se gestaron al calor de un gran cena acompañada con toda clase de bebidas y manjares. No estaba muy lejos mi familia de unirse a tales festejos, por aquellas épocas (como dice mi hija, al referirse a mi niñez y adolescencia), todo suceso era motivo de reunión familiar y obviamente un gran almuerzo. Aún cuando mi papá tenía a nuestro servicio dos empleadas internas en la casa, otra de fuera, dedicada al lavado de la ropa y una señora más, encargada de almidonar las camisas, era nuestro deber (al menos el de las mujeres) aprender a preparar toda clase de platillos; con una vanidad casi extravagante decía mi papá “mis hijas saben preparar desde una changua hasta un banquete”, y en efecto así era, desde las más pequeñas nos defendíamos en la cocina, empezando, porque eran mis hermanas mayores las que administraban el mercado.
Mi papito encargaba el dinero a una de ellas, quien escogía de entre todas las mujeres restantes a la que había de colaborarle en estas tareas. Las dos visitaban la plaza de mercado en busca de los mejores productos: ya abriéndose camino en medio de las hojas de un choclo para pellizcar un grano y saber si está tierno, ya buscando “papa parejita” huila roja, ya quebrando una yuca para saber si esta amarillita, o que el plátano verde no esté pintón… Fue de la mayor que aprendimos a regodear precios, a decirle - “pero hoy si amaneció brava”- a la señora enfundada en una ruana en su cintura cual coraza que protege su dinero, la gordura de sus años y su trabajo, cuando según nuestro saber y entender de la economía casera pensábamos que podíamos obtener mejores precios por los productos.
Aprendimos además a esquivar cajonazos y costalazos de los coteros a su grito de “ojo..ojo”, a probar fruticas sin preocuparnos de virus, bichos y demás animalejos, a comer mote en hoja; todos estos hechos no solo ayudaron a nuestra formación administrativa, sino también a obtener defensas personales y en el cuerpo. Después de esta ilustrativa clase, llegábamos a casa con una gran canasta de frutas y verduras y unos costales con el resto. Dejando la orden de organizar el mercado, salíamos a por la carne y el pollo que acompañarían el refrigerador durante la semana.
Este ritual era cada sábado y pasaba de generación en generación, mis hermanas se cuidaban de dejar uno que otro peso para el gasto de la semana, pan, leche, huevos y uno que otro gustico personal, hábiles administradoras eran, de tal suerte que nunca hicieron faltar nada, de ahí la confianza de mi papá, en dejar la casa a su cuidado. Una a una fuimos pasando, a medida que mis hermanas se casaban y se hacían cargo de sus propias familias. Para semana santa, que era una fecha especial en todo sentido, se mandaba a buscar unas buenas calabazas para la juanesca, se compraba en la plaza de manera especial lo que compondría este apetitoso potaje: ollocos, papa murita, choclos, habas, frijol y por supuesto maní; desde el día anterior se dejaba partiendo las calabazas y quitándoles las semillas, las que mi papá ordenaba se pongan a secar en la sala de estar para al otro día tostarlas, molerlas y preparar con ellas un exquisito ají. Desde muy temprano el jueves santo, se sentía en la cocina el movimiento de las ollas hirviendo con la calabaza, y nosotros a un ladito pelando las pepitas, una iba a la boca y otra para la paila de tostado. Acompañaba a este suculento plato, un pescado previamente aderezado y enharinado el que se freía al momento de servir con suficientes patacones.
El premio al comer todo, lo constituía el “postre” que constaba de una rodaja de papaya bañada por leche condensada, de reojo esperábamos a que mi papá se descuide para dejar el plato reluciente después de darle una buena mano de lengua a los restos del dulce que se resistían a la cucharita… Así en medio de la algarabía y risas de todos, disfrutábamos en nuestra mesa, de la bendición de tener una gran familia y un gran padre proveedor de bienes materiales, y amor….
Me identifico con el relato del mercado, punto por punto.
ResponderEliminarBonito recuerdo de como se hacia mercado, y me parece oler los manjares
ResponderEliminarResulta queridos lectores, que revisando mis recuerdos, me di cuenta de un pequeñiiiiisimo error, quiza los que no saben de cocina no se dieron cuenta, pero por los que si saben va una pequeña corrección de memoria...para hacer la juanesca, se utiliza calabazas tiernas, por lo tanto sus pepitas (lease semillas) son muy muy blanditas; de las que se sacaba semillas para tostar era de las calabazas maduras, que en semana santa se hacia tambien para dulce y coladitas (las tales coladitas eran un poco torturantes en esa época...hoy me saben a gloria)
ResponderEliminarMil gracias por los recuerdos recopilados y los aromas de la Semana Santa que aqui tan lejos por la falta de las calabazas apropiadas, los hollocos entre otros se hace imposible preparar. Todavia estoy tratando de adaptar los ingredientes que aqui lejos, lejos de Colombia me permiten disfrutar con mi familia de algo parecido a un sancocho, ajiaco y demas sabrosuras de nuestra querida tierra que tanto extrano. Que lectura tan agradable tu blog.
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