Todas aquellas fechas que de pequeños fueron importantes, con el pasar de los años pareciera que perdieran valor, no sé si es porque al volvernos mayores cambian nuestras prioridades o es que el agitado mundo que hoy viven nuestros hijos, nos envuelven en su redes haciéndonos olvidar que lo sencillo es más llevadero, que aquellos juegos, bailes y amores de ayer tatuaron en nuestras vidas surcos por donde día a día se deslizan corrientes de recuerdos, de añoranzas y de alguno que otro resentimiento.
Se acerca otra semana santa, y ahora que lo recuerdo aquellos momentos para mí se convertían únicamente en vacación, comida y familia, con la venia de las religiones que tienen en cuenta estas fechas como sagradas, no quiero ofender susceptibilidades pero voy a ser honesta con ustedes al contarles que de oraciones muy poco, mi padre no era muy dado a oír misa y a darse golpes de pecho y mucho menos a obligarnos a asistir los domingos a repetir oraciones de dientes para afuera, mientras nuestras cabezas locas estarían a kilómetros de distancia del sagrado recinto; creo que en eso nos dejo en libertad suficiente para poder elegir en un futuro, los caminos de dios que más nos sean apropiados para nuestro estilo de vida. Y no es que no fuera creyente, ni mucho menos un pecador empedernido y estaba lejos de ser un santo, pero mi papá jocosamente repetía… “los justos no necesitamos confesarnos” hay que anotar que su justicia era relativa, sino, que lo cuenten mis hermanos mayores que tuvieron que vivir los rigores de su estricto carácter, del que yo me libré un poco por ser de las menores.
Pese a esta circunstancia, hay en mi memoria una hermosa oración que él nos enseñó a todos, la que se convirtió casi en un ritual hereditario que ha pasado de generación en generación, aquella que rezábamos con gran devoción antes de dormir: “¡Oh virgen María! botón de clavel, mi madre me dice que te ame con fe, pues cuenta que eres mi madre también, que cuando en las noches, dormidita esté, si soy buena niña me vendrás a ver” a esta plegaria la acompañaba el consabido ángel de la guarda y por ultimo “Bendito, alabado sea el señor santísimo sacramento del altar, buenas noches papacito, mamacita, la bendición y un muchito” nos arropaban y a dormir. Que le pregunten a alguno de nuestros hijos, si no conocen éstas oraciones que dicho sea de paso entiendo que son las únicas verdaderas que hemos repetido con toda el alma y las que nos han protegido del “maligno” todos estos años. Efectivamente se dice que las oraciones de más valor, son las que hacen por nosotros nuestros padres, creo entender que al ser específicamente dirigidas a la salvación de nuestro agobiado ser, calan mejor en el paraíso, por aquello de las ovejas perdidas…
Después de un reparador sueño al abrigo de las oraciones de mi padre, despertábamos con el ánimo dispuesto para recibir a toda la familia que para aquel entonces ya era mucho más numerosa, pues se habían sumado uno que otro cuñado y otro tanto de sobrinos, era muy gratificante escuchar el ding dong de la puerta recibiendo a los bulliciosos comensales, quienes se iban ubicando en los diferentes rincones de la casa: ya tertuliando, ya cocinando, ya jugando; aquellos jueves santos como podrán imaginar después de lo relatado, no tenían nada que ver con al ánimo triste de vísperas al sacrificio de Jesús, de hecho, firmemente he creído que mi Señor nunca quiere que estemos tristes ni pasemos penurias y menos por su culpa, además tan terribles sucesos son dignos de olvidar por lo dolorosos y sangrientos para toda época. El mensaje está mas orientado a recordar únicamente el beneficio que este sacrificio conllevó que según se cuenta es la salvación de nuestras almas, pero mientras mi mente dibujaba todos estos concienzudos análisis, en la cocina se preparaba una deliciosa juanesca llena de nutritivos y aromáticos aderezos y tal cual me apetecía, con mucho choclito desgranado (maíz tierno). Acompañaba a este potaje un exquisito pescado frito, patacones, papas, dulces…en fin, como les digo era toda una celebración, en la cocina se escuchaba la risas de mis hermanas haciendo de las cosas más trascendentales un jolgorio y no era para menos, nuestra bella familia estaba unida pese a los avatares del tiempos difíciles, ese solo hecho hacia que nuestras vidas tengan un nuevo significado.
Habían en casa estrictas normas en cuanto a la organización en el comedor, en el puesto principal estaba mi papá, a un lado de la mesa mi mami (como ya les he contado en otras oportunidades) y frente a mi papa en el otro extremo del comedor estaba el puesto de la discordia, pues estaba reservado siempre para el hermano mayor varón, por lo general siempre estaba sentado mi hermano Jaime porque permanecía en la ciudad aun con nosotros, pero al llegar mi hermano Oscar, no tenía otra alternativa muy a su disgusto que levantarse y cederle el trono a quien correspondía, pero esta satisfacción le duraba poco cuando estaba en casa mi coronel (mi hermano mayor), porque una mirada suya bastaba para desalojar también al que se había apropiado de los derechos de aquel, era gracioso y emocionante ver esta disputa de poderes y por sobre todas las cosas advertir que aun sin estar de acuerdo con estas normas se acataban con humildad. Con las mujeres no había problema, siempre nos ubicamos sin inconveniente alguno, entre otras porque éramos de las últimas en sentarnos después de servir a mi papa, a mi mami y a los hombres previo servicio a los niños en una ataviada mesa auxiliar anexa al comedor (la mesa de ping pong), nuestras copas y platos rebosantes, nuestro comedor lleno de algarabía, comida y amor eso es todo lo que recuerdo de la semana santa, que otra cosa quisiera nuestro querido Jesús, sino es vernos felices?
Hermana, muy lindos tus recuerdo. Pronto te enviaré detalles de las semanas santas que pasábamos tus hermanos mayores que de santas solo el nombre. Esas oraciones aun las recuerdo más por la forma que por el contenido. Pero eran muy bellas en labios de nuestros padres. LP
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